Los hijos son parte de la vida color de rosa



Ser mamá es de esas cosas que para muchas mujeres tiene que ver con dibujar la vida color de rosa, sin embargo, es preciso tratar con cuidado este gran privilegio, ya que la situación podría tornarse de otro color.
Solo quienes han sido madres, podrán entender la conflictiva dualidad que existe de forma constante a la hora de convertirse en madre, y a este me refiero desde el momento en que nos damos cuenta de que hay una vida creciendo en nuestro interior.
Cuando pienso en mis hijos una sonrisa se pinta en mi rostro, sin importar si me ha pasado algo triste, el día está frío o no tengo un centavo en los bolsillos, eso pasa, siempre. Ni hablar de cuando me dicen que me aman, ríen o alguien diferente a mí, reconoce que son una creación perfecta de Dios.
Al mismo tiempo, no puedo evitar pensar en los complicados embarazos, el dolor del parto, los años que he pasado cientos de noches sin dormir y la apariencia de mi cuerpo que parece partido en dos, así como mi cara, no creo que la que veo en el espejo sea yo.
Ahí empieza el conflicto, ser mamá es lo más lindo y lo más difícil que me ha pasado en toda mi vida. No puedo dejar de pensar en lo mucho que lo desee y aún así, lo duro que me estrellé cuando me di cuenta como choca día a día lo que pensaba que sería y lo que es en realidad.
Quería tener una niña, una pequeña muñequita que peinaría por horas, con floridos moñitos. Le pondría lindos vestidos de colores vivos y sería una tierna, elegante y refinada damita. Pues bueno, si tengo una hija, si es hermosa, sin embargo, a sus cuatro años no pasa un día en que no llore porque intente desenredarle el cabello, así lo haga en solo unos cuantos segundos. Odia los vestidos y solo se los pone por compasión hacia mí cuando le ruego casi llorando que lo haga. Come sola, pero al parecer solo este es el objetivo, cuando introduce sus pequeñas manos en la cena, se limpia la boca con las mangas de la ropa que escogí cuidadosa y especialmente para ella. Pero al mismo tiempo me llena de felicidad que coma, como pueda, que lo haga como quiera, pero que se alimente y que lo disfrute. En ese momento sé que no tengo una muñequita, sino que Dios me regaló un ser humano, una persona de carne y hueso y que con ella, a su lado, crezco y evoluciono.
Suelo detenerme a observarla, no puedo evitar pensar que es tan igual a mí que me asusta. La forma en que habla, las palabras que utiliza, la rebeldía impresa en cada uno de sus actos que nos hace discutir todo el tiempo.
Con mi hijo más pequeño no es muy distinto, siempre quise tener un niño, alguien que me complementara y en realidad es todo para mí. Es más de lo que le pedí a Dios, es su obra maestra. Sus manitas, sus ojos, sus labios y hasta los vellitos más pequeños en su espalda, es realmente perfecto.
Tiene la tranquilidad y la paciencia que me faltan, es tan ordenado y centrado que no creo que tenga tan solo tres años. Me hace suspirar y el aire se me queda en la garganta haciéndome llorar sin poder evitarlo. Lo amo tanto que me duele, lo tengo que cuidar y abrazar con cada capricho y así me pida con pataleta cada cosa que quiere. Le entiendo cada expresión y todos los deseos así solo haya aprendido a pronunciar bien tres palabras de las que apenas conoce su significado. Es la magia de la perfección hecha carne.
Es mágico como me acercaron a ser más mujer, madurar, buscar y encontrar lo realmente importante. Ahorrar, viajar liviano, ser levemente y con mucha dificultad más tranquila y paciente. No gasto mi dinero, lo invierto en ellos, ir de vacaciones o un fin de semana en la playa se ha convertido en un reto, pero lo ansío más que nada en el mundo, aunque estando ahí algunas veces me desespere y jure sin cumplir que no volveré a salir con ellos.
Me he dado el permiso de equivocarme, de no ser una mamá perfecta, de corregirlos y regañarlos para educarlos, de sembrar en ellos la semilla del amor, la honestidad, la amistad, así como la capacidad de amar a los otros y hacer el camino fácil a los demás, ya que me sigo convenciendo de que las huellas que dejamos en las personas es lo que realmente suma, lo que al final hace que la vida tenga sentido.
Alguna vez una pareja de amigos mientras hablábamos de las cosas del matrimonio y los hijos me dijeron, que no habían peleado hasta que fueron padres, y es que criar hijos en pareja es uno de los asuntos más abrumadores que existe. Chocan dos formas absolutamente distintas, que se multiplican por la forma en que ven la crianza y la vida cada uno de los integrantes de las dos familias, sin embargo, hemos logrado una mezcla perfecta, casi tan espectacular como los experimentos que insiste en hacer mi hija jugando con mis perfumes, que revuelve con cremas, enormes cantidades de agua y otros ingredientes que encuentra en la cocina. No le digan, pero cuando han estado congelados por más de quince días no puedo evitar desecharlos.
Ser mamá es muy complicado, duele la mayor parte del tiempo, choca con mi forma de ver la vida todos los días, es imposible planificar e intentarlos moldear como lo soñé, pero es lo más maravilloso y mágico que me ha pasado, así la única certeza que tengo en este momento sea que será totalmente distinto a la forma en que lo soñé.
Soy absolutamente imperfecta, pero son mis hijos los que me enseñan que no importa. Trabajo cada día en aceptarme, quererme, cuidarme y ser feliz, además de miles de cosas más. Crezco y maduro mientras ellos también lo hacen. Mis hijos me ayudan a pintar la vida de color rosa.


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